Audrey Hepburn comenzó sus pasitos como artista en el teatro decidida a ser una bailarina de ballet. Acabó en el cine encandilando con su rostro dulce y sus ojos brillantes que eran la delicia de los primeros planos que a menudo la hacían en sus películas.
Hepburn es una de esas actrices que con solo mencionar su nombre acepto ver la película, aunque la haya visto mil y una veces.
Más que talento inaudito creo que ella poseía una atracción inusual. La pantalla la quería y a través de ella, todos los espectadores que la veían.
Era una mujer alta con uno de esos portes y gestos que la convirtieron en un diva sin pretenderlo. Mientras en su vida privada luchaba por tener niños y ser feliz en sus matrimonios, ante la pantalla parte de la fragilidad y tristeza que cargaba en su vida real la conferían aún más magnetismo.
Cuando pienso en Audrey Hepburn pienso en una mujer de constrastes. Me resulta melancólica por su aire de solitaria, pero alegre como una niña sonriendo.
En todas sus películas vemos ese contraste de niña adulta, serie y alegre que enamora a su pareja de reparto en la ficción. En Vacaciones en Roma se libera del peso de una corona para disfrutar de la libertad de no estar ceñida al protocolo; en Cómo robar un millón la vemos emprender un plan absurdamente cómico para proteger a un padre aún más absurdo; en Desayuno con Diamantes nos olvidamos del oficio de su personaje para compadecernos por su soledad y reírnos con sus ocurrencias.
Sin embargo, siempre es Audrey Hepburn.
No importa el papel que interprete, cuando aparece su rostro en la pantalla el espectador ya la reconoce. Igual no recuerda el nombre, pero sabe que la conoce. Después de verla actuar, no recordamos a la princesa que se quitaba los tacones, ni hablamos de la hija de un falsificador; lo que recordamos es cómo sonreímos cuando esa mujer con cuerpecito de bailarina encuentra su final feliz.
Y ese era el encanto de este rostro en blanco y negro, no lograr introducirse en el alma del personaje, si no en el del espectador.
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